Comenzaré afirmando, sin hesitar, que la Pandemia y el aislamiento han tenido dos consecuencias inmediatas y definitivas: al tiempo que se han encargado de desnudar el amplio grado de indefensión y vulnerabilidad de nuestra existencia, denuncian y descubren las características de un Sistema que, en nombre de maximizar el capital, ha ido destruyendo la naturaleza y ha precarizado hasta el límite las condiciones de vida y muerte de la humanidad.
Vivíamos en un mundo donde ya no se trataba de producir a toda velocidad, ya no se trataba de vivir a toda prisa, sino de destruir deprisa
Esta Pandemia. A veces tengo la impresión de haberme dormido en un mundo y haberme despertado en otro y desde éste, se me hace difícil recrear cómo era ese otro mundo en el que me sentía inmune y poderoso. Cómo era ese mundo en el que los cuerpos circulaban por lugares, por espacios desplegados en un tiempo cronológico. Cómo funcionaban el espacio y el tiempo en esa era pasada, tan próxima y, aún así, tan lejana.
Sin lugar a dudas que el espacio conservaba su lugar de privilegio en nuestra vida anterior. Éramos dueños -nos sentíamos dueños- de la calle, del espacio exterior. Los varones, tradicionalmente propietarios de la esfera pública empezábamos a reconocer -no sin cierta perplejidad- que las mujeres -tradicionalmente confinadas a la esfera doméstica- se apropiaban de la Plaza confirmando que ese era un espacio significativo y que en la conquista de esos espacios públicos se dirimía la cuestión (pero a eso me referiré, después).
Ahora quiero detenerme en las relaciones del espacio y del tiempo con el poder en ese mundo anterior.
En ese mundo pasado el poder se jugaba en el dominio del espacio. No obstante, ya habíamos comenzado a mudarnos del espacio, al tiempo. Dominaba quién tenía el dominio del tiempo, no solo del espacio. Medios de transporte, velocidad de los medios de transporte; comunicaciones, la agilidad en las comunicaciones, habían sellado un pacto, una alianza estratégica para obtener la carta de triunfo. Aun sin saberlo estábamos transitando por un tiempo en el que la aceleración y la velocidad se habían disparado. Vivíamos en un mundo donde ya no se trataba de producir a toda velocidad, ya no se trataba de vivir a toda prisa, sino de destruir deprisa. Nuestra producción ya no se definía por la rápida instalación de mercancías en el mercado, sino por el consumo y la velocidad para destruir y descartar productos. También, productos teóricos.
Las teorías se renovaban constantemente y eran deglutidas y evacuadas a la velocidad del rayo. Si hay un rasgo que nos definía en esa época de reconversión neoliberal de la economía global, que aún no ha terminado, era el consumo y la celeridad de consumo, desde que los patrones de dilapidación y derroche medían nada más ni nada menos que el nivel de inserción social. Eso quería decir que la exclusión social iba pareja a la exclusión del consumo.
Casi sin darnos cuenta habíamos dejado de habitar el espacio; habíamos dejado de estacionarnos en territorios y lugares; éramos, ya, ciudadanos del tiempo: de un tiempo peligrosamente amenazado por la velocidad y la aceleración que acortaba las distancias. Insensiblemente, las distancias-tiempo habían reemplazado a las distancias-espacio. Lo que quiere decir que la geografía estaba a punto de ser sustituida por la cronometría. Cuando preguntaba a qué distancia estaba del centro de la ciudad, la respuesta que recibía era “a 20 minutos”. Y la carrera espacial, la conquista del espacio, había devenido en el eufemismo con el que se aludía a la conquista del tiempo.
La velocidad de las comunicaciones. Tengo muy presente una cita en la que hace muchos años ya Virilio nos alertaba: “La hipercomunicabilidad de los medios masivos es también, además de la inmediatez del poder de la información, la instantaneidad de la información del poder. La superconductibilidad de los diferentes medios, es también, además del poder de concentración, la concentración del poder.”-1-
Es cierto que en ese mundo pasado el progreso, el desarrollo de la ciencia y de la técnica, habían logrado liberarnos de las restricciones que la naturaleza nos imponía, pero ese logro se había dado a costa del arrasamiento de la naturaleza (como si esa naturaleza nos fuera ajena), además de haber reducido nuestra expansión a la nada. Habíamos consumado, casi, la reducción de las distancias. Con un click en nuestra computadora, entrábamos al Louvre. La ciencia y la técnica funcionaron, así, como una verdadera fábrica de contracción de espacios. Como esas máquinas que comprimen autos viejos y los reducen a cuadraditos descartables.
La distancia entre los cuerpos se ha impuesto como un acto de amor. La proximidad, el encuentro de los cuerpos, en riesgo letal.
La ciudad, en definitiva, esa ciudad abierta del mundo pasado que desde el aislamiento actual tanto extrañamos, esa ciudad que añoramos, estaba al servicio de la represión de los cuerpos. Contrariamente a lo que sostiene el sentido común, el espacio urbano no era el lugar de actividades físicas desbordantes, sino el lugar de actividades agitadas, tensas y crispadas. La actividad del cuerpo quedaba sustituida por las prótesis técnicas: ascensores, escaleras mecánicas, automóviles, transportes subterráneos, colectivos.
La humanidad urbanizada del mundo que perdimos había adquirido el carácter de una humanidad sedentaria dejando el éxodo para los migrantes, refugiados que amenazados por el hambre y la muerte atravesaban continentes.
Y nuestros cuerpos, nuestros movimientos, ávidos de un espacio para desplazarse, quedaron casi anulados. En el final, el vértigo supuso el exterminio del espacio y para nosotros todo quedó reducido a conservar el equilibrio: a mantenernos a flote como esos esquiadores en el agua que se deslizan a toda velocidad rozando la superficie sin dejar marcas. Si nos deteníamos… nos hundíamos.
De modo tal que la insatisfacción por el espacio reducido a pura velocidad, la frustración por el movimiento condenado a la pura aceleración, estaba en la base de la intimidad evaporada. De ahí que el aumento de la agresividad se convirtiera en una constante, ya que existe un lazo de causalidad indisoluble entre la hipervelocidad y la hiperviolencia.
Pues bien: ese mundo anterior se vio interrumpido cuando irrumpió la Pandemia. Fue una interrupción brusca y sorpresiva. Veníamos a toda velocidad, a la máxima velocidad prevista por los imperativos neoliberales y… chocamos. El neoliberalismo en su punto de máxima aceleración y… nos estrellamos.
No se trata de reconocer que la economía se detuvo, ni siquiera que nos ralentizamos. No es cuestión de aceptar que nos vimos obligados a frenar de golpe. Lo que sucedió es que el tiempo se dislocó y nos descolocó. Tiempo y espacio quedaron fuera de la lógica convencional y perdieron sus coordenadas.
Podrá decirse que fue una Pandemia anunciada pero, aun así, tuvo el efecto de un baldazo de agua fría, de lo inesperado y sorpresivo. Un accidente. Lo que se entiende por accidente en su acepción topológica: alteración de la uniformidad. Eso a lo que Derrida alude como “contratiempo organizador”2 en la medida que se opone a la banalidad del sin sentido. Eso a lo que Deleuze alude cuando afirma que un estado vivido expresa el flujo de intensidades bajo los códigos, pero expresa al mismo tiempo, la interrupción del flujo.
Y de eso se trata: de la interrupción que hace añicos al tiempo y espacio conocidos; que trastoca los puntos de referencia que nos permitían orientarnos.
El concepto de interrupción no se reduce al tiempo y al espacio; incluye la alteración de los códigos y supone una tarea adicional: nos obliga a la reestructuración de los distintos elementos simbólicos.
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
Me dormí en un mundo y me desperté en un presente continuo; un presente perpetuo…
La diacronía expuesta a las continuas variaciones de lo mismo se ha transformado en la sincronía de lo sucesivo. La reiteración de la estructura cíclica parecería haber perdido su capacidad de desajustarse en aras de glorificar la renovación de lo efímero. En última instancia: dilatación del presente a costa de la contracción del futuro y abolición del pasado.
La apelación al pasado es un intento de posicionarnos en un presente con un pensamiento crítico capaz de hacerle frente al arrasamiento subjetivo producto de un espacio y un tiempo desquicido.
Nos dormimos en un mundo y nos despertamos en otro. Nos despertamos y transitamos una vigilia cuyo argumento es la inermidad y el desamparo en estado puro solo atenuado, si acaso, por el respeto al aislamiento.
El cuerpo del otro, ese espesor corporal sede de una dramática subjetiva e intersubjetiva, social y política se ha convertido en amenaza, en peligro mortal.
La distancia entre los cuerpos se ha impuesto como un acto de amor.
La proximidad, el encuentro de los cuerpos, en riesgo letal.
Prohibido tocarse; prohibido acercarse. El contacto piel a piel, el olfato y el tacto, dos de nuestros cinco sentidos, quedaron postergados. Menos de dos metros de proximidad y recibo una puñalada. Un abrazo equivale a un garrotazo. Un beso: a un exocet.
Rita Segato sostiene que el aislamiento personal, la distancia física es también una distancia social. Y claro está que la separación de los cuerpos no es inocente en sus efectos sobre la subjetividad y la construcción de lazos, pero aun así hubiera sido imposible mantener el confinamiento de la población mundial si la amenaza de la muerte y las medidas de cuidado no hubieran funcionado como aglutinador de humanidad.
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
Renunciar a reunirme con amigos se ha vuelto un gesto cariñoso. Por amor, ni mis hijos, ni mis nietos me visitan.
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
De repente, un bombardeo indetenible de información me llega por la tele al abrir el primer ojo de la mañana. No dejan de insistir en la preferencia del virus por los mayores de 70 años que tienen enfermedades previas (¿quién es el mayor de 70 años que no ha tenido una enfermedad previa?). No paran de recordarme que soy de los primeros en las listas de la muerte. “Población de riesgo” se me hace un eufemismo para disimular la evidencia de que es conmigo la cosa. En ayunas, nomás, las noticias me sopapean con el augurio de la enfermedad y la muerte por asfixia en soledad, y las cifras de fallecidos, contagiados y recuperados a lo largo del mundo, se convierten en números que vuelan, adquieren formas fantasmales, terroríficas y se disuelven para dejarle el lugar al tsunami de cifras que se renuevan incansablemente. Confinado con los datos de finados que no cesan de abrumarme, no llego ni al café de la mañana, cuando me arrastro al balcón para obtener una imagen pura de la desolación urbana, solo atravesada de vez en cuando por algún enmascarado.
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
Ahora resulta que la Muralla China dejó de ser el emblema de una fortaleza protectora; que París, la “ciudad luz”, se convirtió en destino oscuro y mortífero; que en Londres no resisten, ni los príncipes, ni el Primer Ministro y New York, aquella que le hizo cantar a Frank Sinatra I wanna to wake up in a city that doesn´t sleep… New York, “la ciudad que nunca duerme”, solo despierta para cavar fosas comunes que tanto me hacen recordar a aquellas otras de los campos. Como en esa instalación profética de León Ferrari, la Casa Blanca desborda en contagiados por el virus.
Se trata de aspirar (nunca mejor usado el término) a que el poder transformador de las masas le otorgue a la existencia el sentido vaciado no solo por la Pandemia, sino por un Sistema injusto y desigual
Mientras, el Papa no renuncia a un vano ritual en una Plaza de San Pedro tan vacía como vacía está la Meca, e Italia, el glorioso norte de Italia, se ha convertido en una fábrica de cadáveres que funcionan como mercancías para las que no han sido previstas siquiera los sistemas de acopio y embalaje.
Y Guayaquil, emblema del otro mundo, el de los humillados y vilipendiados de la tierra, se puebla de cadáveres callejeros -puñetazo en plena cara- que condensan el espanto en estado puro. El grito de “I can’t breathe” (no puedo respirar), se ha convertido en himno de protesta del movimiento Black Lives Matter, que denuncia un racismo institucional en los Estados Unidos, pero al mismo tiempo pone en palabras el fantasma del contagio del COVID 19 y sus consecuencias.
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
El fantasma que nos sobrevuela en su versión más cruel -la muerte en solitario por asfixia- nos sumerge en el desaliento (nunca mejor usado el término)… desaliento que va inflando el presente al punto tal que amenaza deglutirse hasta el más próximo pasado y terminar bloqueando la posibilidad de avizorar el futuro.
No es la primera vez que se revela la relatividad del tiempo. Ya Einstein nos había advertido que esa uniformidad tenía sus desviaciones pero esto… esto es otra cosa: ahora esta imprecisión se agrava al punto tal que hasta los relojes y los calendarios se nos hacen arbitrarios y hasta descartables.
Tal parecería que el tiempo impersonal y único como base para la relación entre duraciones que propusiera Bergson, ya no avanza en forma constante, ahora se mueve como remolinos, un loop de tiempos interrumpidos que han perdido su dirección. Un presente que se enrolla en sí mismo y no cesa de detenerse. Un presente estancado que se resiste a ser historia.
Tengo muy claro el recuerdo de ese accidente: venía por la autopista con el coche a toda velocidad y de repente, el choque, las reiteradas vueltas en el aire en un tiempo interminable, un tiempo que se estiraba y se hacía infinito mientras volaba en un espacio sin gravitación, de modo tal que el estampido final al estrellarme en el pavimento, nunca llegaba.
Ese instante eterno que no pasa es, tal vez, el paradigma de la situación traumática. Si hasta ahora concebíamos las experiencias traumáticas como ubicadas en el pasado, este potencial trauma colectivo se instala en un presente detenido. Inmersos como estamos en este posible trauma colectivo no es tan difícil aceptar el colapso de cierto orden temporal.
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
En ese pasado próximo, en esos días inocentes en los que salíamos a la calle, paseábamos por la plaza, nos abrazábamos con amigos, jugaba con mis nietos, no podíamos imaginar el rumbo que tomaría nuestra vida. Y, ahora, instalado en este presente perpetuo, ese pasado se me hace tan lejano que a menudo siento que ya no me pertenece. Ese pasado que a veces contemplaba con nostalgia se ha ido reduciendo, se ha ido esfumando a costa de este presente hipertrofiado: pasado difuminado que ha quedado vaciado de sentido.
Y el futuro, esa ausencia de horizonte, no solo le quita el sentido a los proyectos truncos y a las iniciativas interrumpidas, sino que caducó como experiencia en la medida que se ha desdibujado como porvenir.
De modo tal que no se trata de elaborar el duelo por el pasado o por los proyectos futuros que se evanecieron en el aire que -a Dios gracias- aún respiramos. Ese duelo supondría una temporalidad conservada, y la nuestra es una temporalidad desquiciada.
“Tengo todo el tiempo disponible para escribir mi tesis (me dice mi paciente) y, sin embargo, no avanzo nada. Me pregunto qué sentido tiene…”
La pregunta acerca del sentido se ha vuelto un interrogante crucial: “¿Qué sentido tiene?”
Me dormí en un mundo y me desperté en otro.
La tradicional bipartición espacial que asignaba la esfera doméstica a las mujeres y el espacio público a los varones ha cedido frente al protagonismo que ha adquirido la distancia entre nosotros y la pantalla. Ese nuevo espacio, esa diminuta distancia no es nueva, pero nunca como en estos días ha sido más transitada y más concurrida.
El pasado se ha esfumado pero la recuperación del pasado nada tiene que ver con el afán de volver a una normalidad enferma de neoliberalismo despótico. Más bien, la apelación al pasado es un intento de posicionarnos en un presente con un pensamiento crítico capaz de hacerle frente al arrasamiento subjetivo producto de un espacio y un tiempo desquiciados.
Antes que añorar la vuelta a la “normalidad”, aun antes de apelar al “ir acostumbrándonos” al aislamiento actual como signo de salud mental, se trata de inspirarnos (nunca mejor usado el término) para que el deseo colectivo vaya creando lo nuevo, lo insospechado; se trata de aspirar (nunca mejor usado el término) a que el poder transformador de las masas le otorgue a la existencia el sentido vaciado no solo por la Pandemia sino por un Sistema injusto y desigual.
Esas ansias de dormirme en este mundo y despertar en otro -en un mundo donde este presente pueda inscribirse en la historia como el fin de una era de agravios y de oprobio-, se apoya en la confianza de que un futuro mejor -que es posible- nos esté esperando.
20 de Abril - 20 de Junio, 2020
Notas
1. Virilio, Paul, La inseguridad del territorio, Asunto Impreso, Buenos Aires , 2000.
2. Derrida, J.; Dufourmantelle, A., La hospitalidad, De la flor, Buenos Aires, 2000, p.61.